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Las áridas tierras del tesoro

—aporía—

   Si el silencio y la soledad son imposibles soluciones,
si incluso la muerte silencia mal
y mi boca es la cueva de un eco sin fuente,
de una voz que aún calla en este día y hora
y basta que se haya soñado la obra…
                 todo poema sería,
posible o real, no más que escoria del movimiento
borrón de caucho en el asfalto del deseo,
quemadura impotente y desengañada, y en cualquier caso,
no sanador,
desde el momento en que se ha consentido a él, a su cama,
el poema es el sacrificio que se ofrece a ese fulgor,
la huella alimento cadáver flores o rezo, a su inútil fijación.

            Dos mil años después el poema
fragmentado en su averiado aspecto y sentido
humillado en su espíritu humillante, espejo pobre de su
movimiento, en el cenote es
solo señuelo para el cazador, puzle
piedra lanzada al lago, onda estacionaria sin nodos, inerte
despojo profundo, mimo de la obsesión
travesti de la muerte
 —quizá solo los mayas sentaron poesía en la oblación—.

     La necesidad no acaba y el imperio sigue vacío,
exhausto y con hambre, muere, irredento y parloteando.

Siguiendo, una vez más, el capítulo titulado La repugnante sentimentalidad poética, del libro de Michel Surya, Georges Bataille, la muerte obra, para intentar comprender.
Sigue el mismo discurso, base y necesidad que el poema, anterior, Tatuaje.
aporía: enunciado que expresa o que contiene una inviabilidad de orden racional.