Apenas la nada se alejó, la arena cegó mis ojos.
Porque no veía, todo era posible. Creció a mi alrededor sin forma ni explicación y mi piel se estremecía.
En este mundo vivo yo. En él, nada acaba y la fusión es constante. Las fronteras aún no se habían inventado, por eso las manos nunca colgaban y eran como pájaros inmensos. La sospecha de arriba y abajo, derecha e izquierda, cerca y lejos, nombraba el aquí de mi ser, un dónde confuso que nada me pedía. La entrega se llama existencia.
Sin embargo, soy egoista y tengo miedo; quiero el control, el nombre, el porqué de esta ideología que me hace interpretar el mundo como símbolo. Pero, sobre todo, quiero permanencia, detener la arena del reloj, detener el pensamiento, la duda.
Balanceado en el infinito alambre de esta arena grosera, olvido mis manos, su vuelo y construyo palabras donde las necesito; traduzco el orden misterioso de la arena y del viento para una explicación: creo un falso sendero de tierra batida.
Oigo sus balbuceos y apuntalo sus alas, y las palabras, oídas de ruido y vocales inciertas, cerradas en sí mismas, cristalizan de una vez tras una expiración larga. Creo su nombre para poder escribir.
Pero atar las manos de la arena y enterrarla en palabras es peor que ni siquiera sentirla. Por eso, en la conciencia de esta traición, solté las palomas grises sepultadas bajo la tinta impresa, y en el brillo de este nuevo amanecer, la arena, tamizada por el sol, fundió cristal, noche estrellada en el día. Pude así oir cada grano, faceteado y alado, rotatorio y puro, en un desfile frágil y superficie de lago, de piel amada.
¡Qué lejos el pensamiento y la ira de otro tiempo! ¡Qué lejos el deseo de ser! Como sentado al borde de un río civilizado, la corriente no existe, sí la música desenfocada de los cristales y la boca abierta.
Sí, la música aparece, y un nuevo orden, el más abstracto, el más cercano al centro al que todo tiende; pero un orden, un pensamiento, otra ideología. Una nueva lucha del sentido, la dirección y un camino para lo sin pies, la galera del latido marca el camino hacia…
…aparecer y desaparecer; jugar al escondite, y la máquina agotada sin reservas; el cristal que declara definitiva su transparencia…
El miedo me ha engañado siempre, ofreciendo fantasmas para mi castillo en el aire. El es el culpable de mi necesidad de asir, de bautizar –el nacimiento de los lenguajes para abarcar ese ruido, la naturaleza, para superar el horror al caos, a la extinción–. Tan necesaria liberación de las tensiones, para volver al principio de todo, la nada absoluta de la perfección.
La experiencia interior del sonido, su aire encerrado, tiene el dramatismo de la casa abandonada llena de recuerdos; del cuerpo enterrado bajo sábanas de manos; del sueño truncado que involuciona. Ese momento de pérdida de oriente es imposible de mantener, pero siento como una intuición que es posible de vivir. Así que aquí y ahora, mojo su cabeza y le digo presente, pues aunque no sé si existe, respira el mismo aire que yo: una vivencia de muerte o, al menos, pérdida continua, desbordando perfiles.