En algún momento, artistas como Bergman, Godard o Fellini, necesitaron mostrar las tripas del objeto creado. Mostrar que tras una etérea película hay unos materiales que desde el inicio de la historia de ese arte han permanecido ocultos al espectador. De repente, un actor detenía el curso implacable de la narración para compartir con nosotros sus opiniones acerca del personaje que interpretaba. Cuando acababan sus palabras, la película (la historia) continuaba. Lo más parecido a esta situación era, hasta entonces, que el celuloide ardiera por un error en la mecánica del dispositivo (maravillosa imagen de un agujero, un cráter en lo que parecía la vida misma). En otras ocasiones, la cámara giraba sobre su eje para encuadrar al equipo de realización y sus máquinas y andamios. Este desvelamiento, rompiendo la fascinación del primer instante, de la superficie, no hacía en mí más que aumentar la fascinación por un espacio poliédrico, más allá de las cuatro paredes del decorado; un espacio intelectual y abstracto.
Todo esto viene a propósito de ver y escuchar en directo la obra del compositor alemán Jörg Widmann: los instrumentos musicales suenan y hay que aprender a hacerlos sonar. En esta situación el instrumento como tal se identifica, su timbre, a su "buen sonido" y desaparece como objeto productor. Widmann gusta de usar el instrumento en un sentido más amplio: utilizar para la composición la propia fisicidad del aparato. Así, araña, golpea, tamborilea, explora las posibilidades según sea la manipulación requerida por el instrumento y hasta genera quasi efectos vocoder al tocar una trompa dentro de la caja de resonancia de un piano. El aire del clarinete es una corriente de aire dentro de un tubo de madera a la vez que la energía que crea el sonido (a la vez o, incluso, antes). Y un violín son cuerdas frotándose. El piano (cerca del piano preparado pero no lo mismo) se convierte es una orquesta de sonidos residuales y, en fin, en una caja de resonancia, en un micrófono abierto al mundo.
La belleza –la belleza es el placer– de escuchar todos esos matices que, al igual que la interpretación clásica, siempre será diferente según momento, instrumento e instrumentista, pone la presencia matérica del instrumento en primer plano. De alguna manera, pienso, esto hace descender a los divinos instrumentos al suelo de lo real, donde todo se puede tocar, romper o acariciar, donde todo tiene un principio y un fin.
Hubiera sido maravilloso que Ema Alexeeva (violinista del PluralEnsemble que realizaba el concierto) hubiera destrozado el violín al final de su anaeróbica interpretación de los Etudes I-III (para violín solo), y que las cuerdas hubieran cedido y saltado, igual que, en otra época, ardía el celuloide. Ese agujero hablaría de la debilidad de la existencia, como el sonido de la madera o el roce del aire. El fin del deseo es la muerte, al fin y al cabo.