Camino con el viento seco que pule
la cara demencial que surge de la tierra.
Su presencia anula los párpados y veleteo
como una espiga adormilada y dulce.
Corren las piedras y pesan las nubes,
más allá, detrás de un horizonte recto
rasurado por el invierno.
La tierra oscura,
coto de caza de mi piel vendida,
deja enjambres desnudos de roca blanca,
en un páramo hipnótico de música y ojos.
Nivela el centro de mi vacío esta cara infinita
y abro las manos,
y el aire dibuja caminos entre mis dedos
y los borra,
y los enreda en la hierba de su monte luego,
buscando la hendidura de su cuerpo manso.
Mas, no puedo acercarme más:
una burbuja blanca ciega mi cabeza,
y un zumbido de grano sólido se enreda
en los cadáveres limpios de los girasoles.
Como si todo fuera liso,
como si yo fuera un centro,
no dejo de mirar atrás,
o delante, o de mirar como sea, a lo lejos,
y es la misma canción que solo de mí pende,
que solo yo escucho:
camino sin borde, iglesia sin torre y arruinado seto.
El camino es la pisada y la luz asciende al fondo,
mirando la tierra oscura entre sus grietas
donde tierra y cielo se juntan en la nada.
En este páramo negro de hueso vivo y piel lenta,
todo corre menos el nimbo y la hora,
y la mirada muere con el romero,
y su olor vuelve conmigo dentro.
Tierra oscura que vela los espejos,
lengua muerta, áspera metáfora y motor,
tu luz y tu espacio causan en mí
disipación y miedo.
La visión en una tarde de tormenta y viento de aquellos montes pelados, me trajo a la memoria las primeras secuencias de la película de Carlos Saura, La noche oscura, en que Juan de la Cruz es llevado preso andando a través de montes oscuros y helados.
El granulado de las imágenes en blanco y negro me remitía a la propia tierra y a la desnudez ante la vida.
Aquí puede verse el video, igual título, realizado con algunas de las fotografías realizadas durante ese paseo acompañadas por el texto de este poema.