“El desamparo aparece como la primera posición del sujeto inerme ante la invasión de la cantidad –”quantum”- de estímulos. Es lo que deja una huella indeleble en la estructura, la angustia, que será motor de la defensa. Esta soledad inicial es la que le permite al sujeto hacer lazo al Otro.”
Mario Goldenberg. Psicoanalista
Convencido de que aquello era todo, aquello que, más tarde supe, llamaban tiempo, yo flotaba en mi universo blando y sonoro como una hoja ciega en un lago.
Después de tantas vueltas y giros, del suave balanceo de mi casa; después que mi piel fuera mis ojos y no saberlo, y que todo aquello resonará con ritmos profundos e incansables, llegó un momento en aquel tiempo en que fui brutalmente expulsado de allí, de aquel todo que yo creí que era la vida, espacio y tiempo redondo sin principio que invocar.
La esfera blanda de mi lugar se retorcía y me sentí empujado en mi completud, envuelto; y agobiado por el contacto, apenas entreví un cambio aún más desconcertante. Desde cuando puedo recordar todo es tacto y ruido, piel y oído. Pero en aquel instante sentí en la cara algo nuevo, como un frío, diferente que mi piel, como que siendo todo como siempre, era, sin embargo, más cercano, más variado, menos cómodo.
Me di cuenta de que según giraba la cabeza, el frío y la sensación en la cara cambiaba. Incluso podía con una mano tapar en mi cara aquel frío. Pero no fue hasta mucho más tarde que supe que aquello era la luz. Era, por tanto, una luz lejana y débil lo que enfriaba mi rostro, lo que podía interrumpir con mi mano, lo que, súbitamente, cambiaba la esfera blanda en que vivía. Así que en aquel momento la luz se unió al tacto y al ruido.
Aquella luz tenía un origen y hacía él era empujado por las contorsiones de mi lugar. Aquel túnel de luz cambió todo, aunque apenas tuve tiempo de comprenderlo. Cambiaron las distancias de siempre, y el camino al que me veía obligado dejó de ser una esfera blanda. La luz al final de aquel túnel palpitaba y los ritmos que siempre me rodearon se confundían. Era escandaloso y desorientador. Sentí el vértigo de un movimiento no deseado, de la pérdida de mi voluntad.
Inmerso en ese vendaval biológico, me pareció que la luz gemía. Pude oír nuevos ruidos, vibraciones, pulsos que llegaban a mi piel zarandeada desde la boca luminosa. De repente, un frío con manos agarró mi cabeza y tiró de mí hasta rodearme por todas partes y erizar mi piel. Fue entonces cuando alcancé a ver la cara del frío y sentir el tacto envolvente de la luz. Fue entonces cuando los ruidos de expandieron, claros y penetrantes como gaviotas, y formaron a mi alrededor una nueva cáscara que ya nunca podría tocar.
Pero, sobre todo, fue entonces cuando sentí por primera vez que estaba solo, como un soldado perdido en la batalla de otros, o como lo estaría, veinticinco años después, en aquel tren varado en la estación imposible.
Lloré envuelto en trapos blancos y azulejos; en la habitación oscura y desconocida; en una soledad abierta y sin nombre todavía.