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Cuerpo desacralizado

a propósito de la Ermita de San Baudelio de Berlanga



Cuando la iglesia perdió su función, fue desacralizada. Perdió su alma y quedó su cuerpo abandonado a la ruina del tiempo, una ruina que no es más que el retorno a su origen mineral, a otro momento y otro orden. Su alma perdida vagó hasta, quizá, asentarse en una nueva iglesia, pronto o tarde, o, enredada, permanecer disuelta y separada en el cuerpo de la estructura atea abandonada.

La historia del cuerpo es la de su conciencia, la de su mirada. Igual que la iglesia, el cuerpo sin uso, abandonado por la vida consciente, es desacralizado y colocado en posición de abandono dentro o sobre la tierra. Su ruina no es más que el retorno a su origen biológico. Sin embargo, de aquellas manos, de aquellos deseos, restan manchas en las paredes, los jirones de lo que un día fue espejo de su conciencia, proyección de su alma. Sus reflejos serán divididos.

En ocasiones, el cuerpo desnudo de la iglesia es reanimado por el arte; es recreado con un alma impostada, diferente de aquella que se fue. Esta nueva sacralidad, laica, estética, cubre su cadáver como un traje o como las vendas de una momia y vive así una nueva vida, desconcertada y olvidadiza, en la que, a veces, destellos de una memoria imposible le traen a la cabecera imágenes lechosas de momentos que no reconoce, pero que resuenan en su alma vacía como una respiración profunda y lejana.

El cuerpo restaurado por el arte es la imagen de un tiempo que ya no existe. Un tiempo separado de su origen sagrado, entregado a una nueva contemplación. Elevado del suelo, del pavimento, su renovada verticalidad es la resurrección de un alma que no somos capaces de entender más que como objeto estético, funcional, como superficie. Su lenguaje es una presencia inescrutable, tan lejana como las imágenes blanquecinas de la cabecera, fantasmas.

Hay una extrañeza, una extranjería en la mirada de sus ojos restaurados, como si todo el tiempo estuviera contenido en ese cuerpo plano, como si nos rodearan manos conocidas, de siempre, pero sin nombre. Una transfusión inquietante, una comunión imposible.

Las capas de la historia, del tiempo, suman cuerpos de piedra y de carne en la misma ruina o retorno, y la conciencia circula entre la argamasa, los pigmentos y la sangre. Mezclan el pasado y el presente en un continuo estático que no podemos ver con los ojos. Todo es un círculo de cuerpos que tuvieron nombre y que ahora, enredados en la aparente continuidad de la memoria, son palabras, piedras y miradas en un presente tan frágil como la pintura de un muro milenario, un laberinto para los sentidos y una presión en el pecho.