y en aquel momento se abrieron las puertas
lúgubres del templo,
y el inmenso espacio interior
absorbió mi cabeza como una mantis enamorada,
como un coño dilatado y húmedo
vi la muerte arrastrada por el suelo enlosado
volverse y sonreír,
entornando los ojos como una mujer ebria,
babeante y lúbrica,
desnuda piel del olvido que no cesa
vi el oro vertical de lo sagrado
rasgar la tela de la virtud,
sajar la carne dulce del pecado
y la mano en la herida de sangre
enmarcar
vigilancia y reloj, cristo negro,
contrafuerte de incienso
que surge de las tumbas cifradas,
rasero de la muerte pisoteada por los vivos
con el corazón en la mano
la edad en vida, enlutada y corva,
esperando subir la escalera —cuerno de cabra—,
hasta el badajo de dios:
al toque de arrebato de una lengua
que grita y descombra
el corazón asaeteado que, en cada latido,
rocía tu cuerpo pétreo claro
del dulce esperma de una muerte fingida
que chorrea por los sumideros de las tumbas
lubricando ricos y pobres por igual
abre los ojos ante el hombre colgado,
deshojado en la hojarasca de madera,
apaleado por el viento y el plomo,
sangrando sin sangrar
los ojos, la mirada del cordero
este inmenso espacio interior
hecho de cera caliente y gélido,
rastro de piel y sudor y penas,
este espacio es una esfera de silencio
dentro de mi cabeza de animal