y cada disparo era una bombilla rota
en el largo paseo de las estatuas.
las manos de Norma Desmond1,
las garras de Norma Desmond
mesando el cabello de su amante,
tirando del cuello hacia atrás;
la boca entreabierta
clava las uñas en la madera y
levanta astillas en la mesada;
los dientes brillan contra los labios
punzantes y blancos,
y en la comisura resbala la baba,
lágrima de semen
que derrama su boca;
sus dedos no tocan el cigarrillo
hacia adentro, las manos
rodean un espejo de nada,
el fantasma del deseo incólume,
y el pozo seco de la alegría
de un corazón que se pierde
el tiempo se aleja,
y Norma Desmond juega
con cuchillas y venas
contra su imagen;
la muñeca se rompe
bajo un arco de luz cegadora
hay una cabeza en la bandeja
llena de ojos desorbitados,
y en ese espejo plateado
un escalón que estalla,
como un flash,
fundido en blanco
pero esto no es The end,
no hay fin para la locura;
la mirada desemboca
rodando, en el agua de la piscina,
y una mano aprieta el cuello,
contra la vida,
en el brillante carbón blanco
que enciende el proyector
corren los fotogramas,
saltando entre sus dedos
y el cabello húmedo se abre
como un nenúfar en la cuenta atrás;
el rostro de Norma tiembla
–plano detalle de su ojo–
seco,
una llama en su pupila
quemando desde el centro
todo el celuloide de su mirada,
Norma Desmond cubre su cara
con sus manos,
todo arde
–pantalla en blanco–