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Larga noche de la quietud



Larga noche de la quietud
enfrentando nada en los ojos,
“Vigila tus miradas,” -dijo,
“o duerme para siempre
y en el sueño sé nadie”.

Quema esta mano en el pecho,
caliente víscera palpitante,
recorrerá tu piel por dentro,
bajo los párpados brillantes
donde gobierna la noche
y la revolución romántica yace,
un piano, una tormenta sin letra,
el salto al vacío que huye del lleno,
lejano grito de tinta y piedra.

La luz miente, lo sabes,
y el perro que soy se revuelve
a los tobillos indiferentes,
¡te escupo a la cara,
a ti, que no sabes ni soñar!

No hay cuerda suficiente,
no puedo respirar, -dice,
y el perro de la noche aúlla
oculto bajo la herida.
No mira, vive en mí
como un recuerdo sin fecha,
ninguna mano participó
y doy vueltas sin moverme.

Las venas son inflamables
y la mano quema,
sí, la misma
agarrada a la costilla,
los pies cuelgan y
la piel se extiende por la sábana,
la melaza se derrama.

Todo involuntario dejarse,
las curvas, la pared, la carne,
y el pensamiento se une a la piel,
y a esa brea le llamo noche,
oscura, claro,
y la noche colapsará en el día
antes de mover la cabeza
y los pies dormidos;
en medio se precipita la vida.

Suicida es el sueño
que contra la vida arde,
y el despertar es involuntario,
como el latido del perro.
Soy tu espejo, hermano,
lirio que balbuceas en mi pecho
como palabra en el papel,
tu baba es mi juventud.