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Infraleve

—página de un diario—

  y alimenta en la caída las bocas que amo
como un fruto maduro entre mil golpea el suelo
lentamente, y se alza y cae de nuevo
y deja mi azúcar en vuestra lengua rosada
y en vuestra mano el indicio de mi cuerpo
blando, sin palabras, un instante inasible de vida
el olor a frito de una cocina lejana
la música de piano de un balcón abierto
el reflejo de un charco en mi frente fría,
todo se pierde en el tiempo, en la rutina
del olvido que es la leña en el fuego

  ¿a quién calienta mi voz?

el misterio de lo que aquí se convoca
no es tal,
es la quietud en el centro de un remolino
es la aparente planitud del cristal y son
las huellas de mis dedos en mi propio reflejo,
absurdos caballos que cruzan la calle
blancos, enjaezados, perdidos,
invisibles manos del sol que dibujan en el aire
sombras de todo que pasan y olvido,
pero la devoción de mi boca,
en el susurro que apenas mueve la vela,
eso, alimenta mi espera incongruente
en el lecho del pensamiento,
seguir las líneas de fragilidad actuales
para después perderlas,
infraleves del deseo eterno
poema