—a María Zambrano
Hay quien sabe caminar sobre el fuego,
entre el sueño y la vigilia,
quien sabe mirar desde la ventanilla
del ferrocarril, detenido en la estación,
ese rostro que espera, y aguarda un secreto,
encendido,
algo extraordinario
que solo colma la espera de nada,
algo que vive suspendido, discreto,
en el rostro,
un haz de luz que avanza por su frente
acechando la penumbra del amanecer,
arañando hasta su desaparición.
Os veo saltar sobre el fuego, pausadas,
amiga, hermana, sonriendo
la vida de teatro de la niñez, os veo,
sentada, pasivamente distanciada y tan cerca,
con los ojos de una cría que quisiera
comprender.
Lentamente encuentro albor, palabra
entre las ascuas de la vida,
la imagen en lámina de plata, y su fulgor, es
un lugar despejado, donde la
hoja no ha sido escrita ni dicha.
En los ojos de la vidriera romboidal,
en la ventana de aquella habitación,
la luz se estanca,
no para mostrar, guarnecida,
y simplemente ser luz, color, aurora.
Un ramo de flores, del revés, contra el pecho
al salir del auto,
con la mirada perdida, de quién vuelve
adonde ignora. Tus ojos vuelan y ves.
Tienes la raíz ya asida
en el fuego, a tus pies.