Hohlspiegel, de KiKu leyendo a Jean Paul
Padre, no te entiendo
tu boca es un espejo cóncavo
y tu palabra no es la mía, su ruido araña mi alma
y el eco
es la tormenta seca que espero
la deseada muerte de la consciencia
el rayo que entre en mi boca
iluminando mi cielo, un cielo azul eléctrico
en mitad de este páramo sempiterno
Padre,
¿existe la frontera?
¿existe la esperanza bajo el mar?
¿no ves qué oscuro es el rostro del cieno?
¿el rostro que cada día me insiste la palabra de todo?
cada gota de ruido es un dedo en mi frente
percutiendo esa melodía que no comprendo,
ese mar ausente, Padre,
en que era vivo y feliz como una planta
parece la lluvia la trompeta que lo anuncia,
y soy como un pequeño amor, perdido,
un pequeño huevo sin abrir, rodando por la calle
bajo la ceniza de los coches
y la mirada de los escaparates,
junto a los zapatos que caminan
llevándose en las suelas las cenizas
haciéndolas girar en torno a mí en un disco
como un anillo gris, una imagen o un velo,
y la palabra, la palabra
tan vacía como el dinero cayendo de los balcones
enlodándolo todo
bajo la caricia soberana de la trompeta,
Padre,
¿es este ruido la vida?
la ceniza desnuda de tu rostro
ciega los ojos y las ventanas de nosotros
los felices ciudadanos,
pero no parece que te importe, Padre,
más parece que te divierte este paisaje
delante del Gran Hotel, lloviendo,
Aah, cómo revienta el agua contra la piedra,
cómo divide su núcleo para nada,
Padre, ¿hay algo más allá de los sueños?
¿algo que no sea la catástrofe de lo cotidiano?
cómo duelen las manos de tirar de esta cuerda,
y el cielo que no termina de caer
y brilla insolente plomo flácido Padre
la lluvia es como el tiempo detenido
de un cálido otoño sin fin,
como los ojos adormecidos del trabajo en el vagón de metro
y el cuerpo machacado del raíl
sobre el que se desplaza la masa del capital,
aquí, Padre, en Berlín, Madrid o Viena,
la masa que ya muere sin saber, lo niega,
tránsito de una virgen hacia la nada
reyes desnudos veloces hacia la luz de la nada
polillas de seda, cabeza ojo de plomo
color de un destino maldito que se pega a los pies
como azucenas podridas en el charco
que tiñen de azul mi pensamiento,
y tu rostro, Padre, en la cara de todo
no te pido perdón, no soy perdonable,
solo soy un amor pequeño que se pudre como la flor
una bicha corneada por un toro mitológico
o un salivazo en la pared
que se derrama hacia la ceniza, suavemente,
bajo el sonido de la trompeta, como bailando,
como muriendo,
como dejándose caer
y rodar por la calle húmeda de este pentagrama
dame, Padre, eso sí, no el perdón, sí la menta
para que mi corazón lubrique la ceniza
que tu voz trae a mi boca
en esta calle Melchior y su carnicero, y los días,
permíteme, oh Padre,
rajar con un poema el cielo de acero
que suda la tormenta,
que suicida sus hijos como átomos inútiles
contra los sueños, para nada
¿hay algo más acá de los sueños?
¿es este poema la inútil tierra que llamamos vida,
la que parece anunciar la trompeta?
esta es la pregunta sin respuesta y tu eco
la falta,
Aaj, Padre
el espejo cóncavo del que no puedo escapar,
y quizá ni quiero