Y llegó el crepúsculo.
Mesenktet espera
varada en la línea del horizonte
al pasajero que tiene un nombre
escrito en el pecho,
para hundirse con él en la sima de la Duat,
el más allá de la carne
el tuétano de la vida, la tripa de Apep.
No hay viento, solo tendencia,
solo doce puertas aterradoras
como doce bocas hambrientas
el dominio de la muerte y
el temblor de la mano.
La palabra quizá ayude, pensarás,
el libro abierto.
Apofis querrá consumirte
como su eclipse devora el sol,
fundirte en el caos de su camino
hasta desaparecer,
pero Seth mantendrá lejos sus dientes
y su lengua apenas lamerá tu oreja
como un amante aburrido
bajo su cielo rojo.
El cortejo de la barca solar, luminoso,
avanza en la noche del tiempo
llevando consigo tu alma ávida de luz,
sed de un rito que nunca acaba,
final de un túnel de escamas que espera
final de la tiniebla.
Es el último desfiladero
largo como la serpiente que nunca duerme;
luego, el éter
y la armonía de un nuevo amanecer,
la espuma de la orilla, los juncos,
la resaca y el deseo ritual de los cuerpos,
el pecho de Maat,
jano de Apofis
vehemente oscuridad.
Este poema está basado en fragmentos del libro Laberintos de la Antigüedad, de Miguel Rivera Dorado.